LA DIVINA PROVIDENCIA
Pitigrilli
Asomado a la ventana que daba sobre el balcón, el anciano
profesor, inclinado sobre unos viejos prismáticos, miraba hacia abajo,
perpendicularmente.
—¿Te exploras la barba, tío?
El profesor separó los ojos del instrumento, se dejó caer
desde la frente hasta la nariz los lentes, y saludó al adolescente, que, con
los pulgares en la cintura, las piernas abiertas, en camisa azul de manga corta
y con la cara inundada por el sol, lo estaba mirando desde la grava del jardín.
El tío había enseñado durante cuarenta años no se sabe
exactamente el qué, en una de esas instituciones femeninas en donde no se sabe
exactamente lo que se aprende. Entrado en ella por casualidad como suplente de
pedagogía, había más tarde suplido a los profesores de higiene, de historia, de
ciencias, de geografía, y contrariamente al aforismo según el cual no se
aprende bien más que lo que se ha enseñado, de todo lo que había enseñado había
aprendido bien poco.
Una vez retirado al campo, cultivaba las lechugas —igual que
Diocleciano, decía él—, e sub tégmine fagi —declamaba— dormitaba sobre
Lucrecio, con la traducción al lado.
Las sobrinas y los sobrinos lo visitaban con frecuencia, y
salían de su jardín con ramos de rosas y cigarrillos, y libraban su casa de
antiguallas, que hacen tan viejo en una casa vieja, y dan un tono tan ameno a
una casa moderna.
Como de costumbre, dio el té al jovencito, sin dejar de
hablar. Cuando terminó, recogió las cuatro esquinas del mantel y fue a sacudir
las migajas de las galletas fuera de la ventana.
—¿Proteges a los gorriones, tío?
—A las hormigas.
—Te diviertes con la entomología?
—No. Juego a la Divina Providencia.
En la historia de las religiones se había quedado en Salomón
Reinach, y en la psicofisiología se había detenido en Moleschott. Nacido en
plena discusión evolucionista, se creía un apóstol del darwinismo, y por haber
estado en Túnez de joven, se había convencido poco a poco de que, para él, el
África Ecuatorial no tenía secretos.
—¿Qué has dicho, tío?
El profesor repitió:
—Juego a la Divina Providencia.
Y antes de que el jovencito le invitara a que se explicara,
se explicó:
—Cuando llegaste, yo estaba observando a las hormigas con
los prismáticos. Entre la pared y la losa de piedra de mi balcón hay un
hormiguero. Mejor dicho, hay dos. ¿Nunca has observado a las hormigas?
—Superficialmente —admitió el sobrino, que de la hormiga
sabía que era laboriosa, que segrega ácido fórmico, y que, como todos aquellos
que son negados para el arte, contesta villanamente a la cigarra.
—Te daré algunos libros —dijo el profesor, y le citó esos
dos o tres autores que figuran en toda librería—. Pero, no es principalmente su
organización lo que yo observo, sino su comportamiento metafísico.
—¿Metafísico? —se asombró el joven, que se estaba preparando
para obtener el título de bachiller—. Según William James, el único animal
metafísico es el hombre.
—Pues bien, yo hago metafísicas a las hormigas, De momento
no puedo darte una demostración práctica, porque el sol está dando sobre mis
dos hormigueros, y el grueso de la colonia está retirado hasta la puesta de
sol. Yo reconduzco a las hormigas al estadio del hombre en los albores de su
vida mental. Reproduzco a la escala de las hormigas todos los fenómenos, que
han dado origen a la moral, a la religión y al sacerdocio.
-¿Cómo lo haces?
El profesor se atusó la barba con los dedos:
—Creo para ellas —contestó— lo sobrenatural. Fabrico entre ellas los magos, los videntes y
los grandes iniciados. Produzco el milagro. Doy el premio e inflijo el castigo.
Escucho favorablemente si deseos. Cuando han perdido toda esperanza, llego yo.
Yo soy la Providencia inmanente. ¿Comprendes?
—No, tío.
—Ante todo —y lo condujo hacia la ventana— las observo. Para
construir sus galerías, sus dormitorios, sus silos, derriban un poco de pared y
saca al exterior el material de excavación y de derribo ¿Ves aquel montoncito
de arena y de cal? Con finalidad de que el ambiente sea seco y templado lo
pavimentan con briznas de hojas, con astillitas de madera, con agujas de pino,
que algunas veces van a buscar a mucha distancia.
De repente hago que encuentren, junto a la entrada, una
inesperada provisión de astillitas de lápiz y de tabaco c pipa. Es decir que
reproduzco lo milagroso. Un frenético atareamiento de las hormigas demuestra s
alegría y su sorpresa. Una de ellas se encarga de avisar a la colonia, la cual
sale igual que un torrente para comprobar el prodigio.
Estos animalitos hallan en la tierra desde la mitad o desde
finales del período paleozoico, es decir desde... —y el profesor dijo un número
de siglos capaz de producir vértigo— y tienen tras de sí algunos millones de millones
de generaciones.
El hombre, queriendo ser generoso, y remontándonos al
pitecántropo, tiene tan solo dos millones de generaciones. Una bagatela. Así se
explica cómo la hormiga ha llegado a una forma definitiva y perfecta de
sociedad y de constitución, mientras el hombre, que empezó a organizarse hace
nueve mil años, se halla todavía buscando la mejor forma de gobierno.
Las hormigas, decía, están acostumbradas a la salida del
sol, al ocaso, a la lluvia, al buen tiempo, es decir, a los fenómenos naturales.
Prevén las variaciones del tiempo con una exactitud capaz de humillar a un
barómetro y de asombrar a un observatorio. Mas todo lo que les ocurre es
normal: es lo que han visto millones de antepasados suyos, lo que decenas de
milenios han inscrito ya en su instinto.
Finalmente yo, por primera vez en la historia de la
civilización de las hormigas, las coloco frente a lo sobrenatural, a lo
maravilloso, a lo asombroso. Yo marco una época. Mis dones son, para ellas,
intervenciones sobrenaturales, como las tablas de la ley, la Tierra prometida,
el maná del desierto, el paso del Mar Rojo. Cuando de noche, para vigilarlas,
enciendo a algunos centímetros de su brigada nocturna la pila eléctrica, creo
un prodigio comparable al fenómeno solar de Josué. Pero yo no me contento con
desconcertarlas. Sería una experiencia Inconclusa. Yo multiplico el milagro, lo
perfecciono. Ejemplo: pongo a su disposición un rectángulo de grasa de jamón,
de lo que son muy golosas.
Si ante sí tienen todo el día, lo consumen en el mismo sitio
y no se lo llevan a su casa, porque saben que es un material deteriorable. Al
acercarse la noche, terminada ya su comida, se preocupan de taparlo a fin de
que sus enemigos, como las ratas y los mirlos, no se lo leven. Y entonces se
van a buscar astillitas de madera o granitos de arena, o trocitos de hoja de
estaño.
¿Me sigues?
—Sí, tío. ¿Y qué más?
—Y entonces hago que encuentren, de repente, un montoncito
de tabaco de pipa medio quemado. Excelente material para tal finalidad. Es el
milagro que se completa, que se perfecciona. De pronto, las privo del jamón o
del tabaco. Espanto general. Y nace en ellas la idea del castigo.
—¿Castigo de qué?
—No lo sé. Así como el hombre primitivo, herido por lo que
consideraba un castigo, imaginó que la culpa debía de ser la causa de ello, así
las hormigas deben de pensar que no han observado el descanso dominical, o que
han dado indigna sepultura a un profeta, o que han matado injustamente a un
individuo de una colonia amiga o competidora, o de haber faltado al respeto a
un anciano.
El perro, el niño, el pueblo consideran encomiables las
acciones después de las cuales reciben un pastelito, una caricia, un honor, y
reprobables aquellas tras las cuales reciben un puntapié.
Es tan difícil definir la culpa, que el código francés llama
delitos a los que están castigados con detención, y crímenes a los que están
castigados con trabajos forzados, como el que no pudiendo definir lo que es un
buen cuadro dijera que son buenos cuadros los que cuestan caro. Pero no
divaguemos. Volvamos a las hormigas.
Una vez recibido lo que consideran un castigo, una hormiga
moralista inventará el concepto de culpa, de mal y de bien. ¿En qué hemos
faltado? se preguntarán. ¿Quién es el culpable? Quizá seamos culpables todas,
pensarán. Alguna, de imaginación más rica, dirá algo sublime. Entonces yo dejo
caer una lluvia de rectángulos de grasa de jamón, y la hormiga que ha hablado
sabiamente se convierte en un mago, un hechicero, un sacerdote, un iluminado,
un filósofo.
Más allá hay otro hormiguero al cual yo no le hago dones.
Las hormigas del primer hormiguero creerán ser el pueblo elegido, igual que
aquella tribu de beduinos que por haber vivido entre dos ríos se creían
superiores a los que vivían en un terreno seco.
—Piensa, tío, que el pueblo elegido se consideró tal no en
virtud del Tigris y del Éufrates, sino porque Dios habló a sus patriarcas.
—¿Y yo no soy su Dios?
—No creo, tío, que hagan tan sutiles razonamientos.
—iAh! ¿Crees entonces, pues, solamente en el instinto?
—Así me han enseñado en los cursos de psicología.
—También yo enseñé estas cosas en mis tiempos —contestó el
tío—, pero si bien el capítulo del instinto y el capítulo de la inteligencia
están netamente diferenciados en los libros, yo no creo que sean dos cosas
distintas. Si el instinto —y se volvió hacia el retrato de Darwin que pendía de
la pared— es “la memoria de la especie”, las hormigas, ante el nuevo caso que
yo provoco, deberían mostrarse indiferentes. Solamente lo que es habitual
debería regular sus actos, y el hecho nuevo no debería ni tan siquiera fijar su
atención.
En cambio, yo provoco su discusión, su decisión, su acuerdo,
su asombro. Si yo, con una jeringuilla, inyectara agua en sus galerías, crearía
la leyenda del diluvio, el cual, como tú sabes, no fue otra cosa que un
recuerdo novelado de una inundación del valle del Mediterráneo. Su cráneo, no
mayor que un granito de mostaza, aunque sea para usar una comparación ilustre,
no debe, por la modestia de su volumen, dejarte escéptico sobre su aptitud para
pensar. El asno de Buridán tenía un cráneo centenares de millones de veces más
capaz que el de una hormiga, pero la hormiga resuelve problemas que no ya el
asno de Buridán, sino un chico inteligente no sabría resolver.
La relación de causa a efecto es el primer acto intelectivo:
es el principio del razonamiento. La justa interpretación de las relaciones es
el origen de las ciencias: una errónea interpretación de las relaciones es el
origen de las religiones. Yo creo la religión de las hormigas y me convierto en
su dios. Si me alejo de la ventana, los gorriones vienen a picotear las migas;
si me quedo, no se atreven a acercarse. Las hormigas ocupadas en almacenar las
provisiones dirán, aludiendo a mí: “Con tal que Dios no nos abandone...”
* * *
El sobrino miró la hora, se despidió del profesor, prometió
volver pronto y se marchó con los ojos bajos para no pisar las hormigas del
tío.
* * *
—¿Nada nuevo? —preguntó una hormiga que había ido en busca
de resma, a una hormiga que había quedado de guardia.
—Nada nuevo —contestó ésta—. Todo en orden, gracias a Dios.
El viejo chocho que se entretiene en nacernos regalos e infligirnos castigos,
ha recibido una visita.
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