martes, 2 de febrero de 2021

Nada en el cerro de los Ángeles

He estado esta tarde en el cerro de los ángeles. No he sentido nada especial, mas allá de la satisfacción de haber logrado ir en bicicleta desde casa, recorriendo los 22 kilómetros que me separaban hasta llegar, qué junto con la vuelta y algún pingüe más sumaron 46 kilómetros en todo el recorrido. Ha sido éste un trayecto agradable y cómodo, aunque largo, qué no pesado, al contrario. El caso es que allí se encuentra un convento y varias iglesias, templos de la cristiandad estos, presididos por una enoooorme escultura de Jesucristo, soportada por un enoooorme pedestal, rodeado de enoooormes imágenes piadosas, grupos escultóricos ubicados encima de una iglesia, y todo ello dedicado en honor, como homenaje, para mayor gloria o yo qué sé, al corazón de Jesús. Cuando veo estas imágenes tan grandes me pregunto porqué no se construyeron más grandes aún, mucho más grandes. ¿Cuál sería el límite? Qué se yo, ¿la capacidad humana? tratándose de lo que se trata, sería una muestra de entrega y sacrificio, llegar hasta donde se pueda, la ingeniería, la arquitectura seguro que dan mucho más de si, porque en realidad la imagen de Jesucristo se les ha quedado un tanto chaparrita, si superamos los limitados recursos en la España de mitad de siglo XX y la propia capacidad humana de realizar estos proyectos. Y digo que no he sentido nada a pesar de, al menos, haber tenido cierta aparición en mi vida. No he sentido nada al recordar hoy, como era que hasta allí fuimos siendo pequeños con mis padres varias veces (se ve que eran pocos los lugares divertidos donde llevarnos) en una de las últimas, con mi crisis pre adolescente de fé, me atreví a confesar en una de las iglesias, recibiendo por parte del cura una bochornosa bronca por no hacerlo en mi parroquia, y creer -supongo ahora- que tampoco es que ese fuera un sitio que te pilla de paso, tal que en una excursión y dedicarse para tales menesteres, el caso es que la bronca tal me ofendió sobre manera al creer yo -iluso de mi- que cualquier sitio era bueno para hacerlo, por la omnipresencia y todo eso. Este hecho de alguna manera aceleró mi distanciamiento religioso y ateísmo posterior, construido, tal vez, por esos pequeños detalles. No he sentido nada cuando pienso como fue que allí mismo, siendo este un lugar, apartado, solitario y tranquilo, muy propio por tanto para los ineludibles magreos juveniles de pareja, pero de donde tuvimos que huir despavoridos medio descompuestos cuando en plena faena, M., estando debajo mí, pegó un inesperado alarido al encontrarse que alguien con la cara pegada al cristal delantero del coche nos miraba y a saber cuánto llevaría. No he sentido pero nada de nada si recuerdo que por aquel cerro, destinado como estaba yo cumpliendo el servicio militar en Villaverde, barrio cercano al susodicho, dirigíamos nuestros vehículos de guerra recién reparados para someter a las pruebas empíricas que comprobaran si efectivamente lo estaban. Muchas veces lo rodeábamos por los caminos y cuestas comprobando la eficacia de los amortiguadores o potencia y funcionamiento del motor, o aparcábamos bajo una sombra del pinar que lo circunda para perder un poco de tiempo o echar un cigarro. Todo esto lo hacía, y muchas fueron las veces, con quien entonces era el responsable del departamento de pruebas del taller del cuartel, y yo, su ayudante o acompañante, según se mire, Este tío, de quien no recuerdo su nombre (como viene siendo costumbre en mi débil memoria de sustantivos) y del que sólo recuerdo como dato personal que vivía en Carabanchel alto, me contaba sus películas y la costumbre de ir a pegarse a los bailes como el que había en el mismo frente del portal de mi casa (El Paraíso) en el cual muy a menudo, en algo parecido al club de la lucha, un domingo si y otro también, se acababa el baile con gresca, bronca, peleas, palizas y detenciones con la policía interviniendo, viéndolo yo todo esto entre asustado y sorprendido, por las rendijas de mi escalera. No he sentido nada sabiendo que sobre ese cerro escribió en su libro Recuerdos del Madrid de la posguerra, Carlos Barciela, el cual al ser como era y como tal lo relataba, esto es, un carabanchelero, contaba su personal relación con el cerro, lo que me aproximaba a su sentir al ser yo carabanchelero igual y contemplar, allí abajo con una relativa proximidad como se erguía su porte, como única prominencia del terreno. En su relato recuerda su paso y muchos hechos y curiosidades como el fusilamiento, republicano a las esculturas, (del cual hay fotos y del que -digo yo- siempre será mejor que el de personas, qué también hay fotos) y demolición por parte del recurrente grupo de explosivos asturiano, posterior reconstrucción franquista y conservación del «fusilado», como muestra de los horrores de las ordas rojas. Ante ese grupo de esculturas mutiladas construido bajo el reinado de Alfonso XII, me planté, teniendo a mis espaldas la nueva reconstruida (hace ya sesenta años aproximadamente de eso) para mayor gloria del nacional catolicismo, se le podían ver las marcas de los proyectiles, las figuras algo así como si fueran de cera derretida habían perdido su definición original y en general de color más oscurecido. Nada sentía que no fuera el interés histórico ; nada, bajo la sombra del corazón de Jesús; nada, en el interior del recinto en el que por varios lugares recordaban con carteles, qué era éste un lugar de recogimiento religioso y el deber de respetar actuando con recato, no hacer deporte, no ir el bici, arrodillarse en la iglesia, no parar o entrar en los templos en pantalones cortos o camisetas de hombreras, y esas cosas. Cuando marchaba de allí sentía -eso sí- que no había sentido nada, tan sólo se trataba de una tarde de paseo en bicicleta.

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