Hay veces que me asalta una sensación de placentero
bienestar, armónico con lo que me rodea y con lo que uno se cree que es. Porque
de antaño me viene el recibir el calorcito del sol de una tarde de octubre, por
ejemplo, algo así como gratificante. El sol es lo que tiene, siempre está ahí y
se repiten las percepciones que se tienen de él. La soledad igual, al fin de
cuentas siempre estamos solos o acompañados de nosotros mismos y a fuerza de costumbre
no nos extraña para nada esa compañía. Las tapias que rezuman ese calor
rebotado, que amortiguan los sonidos y que protegen de la brisa canalla que nos
zumba las orejas; es grato apoyarse o caminar por su lado sintiendo su protección.
Un aroma, ¡qué diría…¡perfume! parece recorrer la comarca.
Debe de ser el mismo que durante tantos años estaba por aquí en estas mismas
fechas. El olor a mosto, a uva, a vendimia. Un trajín laborioso de tractores y
remolques, de idas y venidas. El sonido ronco del motor que expulsa el cascajo
de la uva tras atravesar la torva que
empujaba la cosecha por el eje de anillos sinfín, tanto que crea un cónico y
enorme montón de varios metros de altura con un peculiar color granate, puede que
tan propio de la garnacha y supongo que sirve también de ambientador.
Una pareja degusta el aperitivo a la hora del vermú, en una
terraza soleada cerca de la cooperativa. Parecen charlar amistosamente y
distendidos de cualquier vulgaridad, o no, pero amistosos y distendidos. Me
acerco, pues los conozco y halagador hasta la adulación los felicito por su
privilegio
− ¡qué suerte los que vivís aquí! ¡Qué a gustito estáis…!qué bien
con este perfume que inunda todo, ¿ehh?.- les digo buscando su complicidad por
medio del halago. Ellos se congratulan de su estado y simpáticamente comparan a
su favor la tranquila vida pueblerina y la de los urbanos de ciudad que vamos y
venimos cuando podemos en busca de ese cambio, tan necesario a veces, tan oportuno
otras.
Llego a la ciudad, interesado ojeo y repaso un antiguo libro de
lengua. Se trata del libro que más y mejor he estudiado en mi vida, de punta a
rabo, párrafo a párrafo, a pesar de ello, suspendía. En una sección titulada
Torre de Babel veo una antigua nota mía al lado de un poema de Fray Luis de
León. La nota decía: ¡ooooh!, el poema:
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.
Rafael Cuevas
El olor del campo siempre llama a las raíces de la vida, en la ciudad la vida esta sepultada por los olores del combustible y el zapato del hormigón.
ResponderEliminarEse sol del membrillo se agradece tanto como la fresca en las noches de verano.
ResponderEliminarLos pequeños placeres como el de estar en una terraza de cualquier pueblo, tranquilos donde el tiempo parece pararse, no tiene precio. Unas tasas hace falta para estos rurales, jeje.
Los olores serian perfectos si en época de vendimia, no acudieran las molestas moscas, malditas moscas, colecciono moscas pero no estoy loco
pequeñitas,revoltosas, vosotras amigas moscas me evocáis todas las cosas.
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