Me contaron el caso de una persona, llamada, digamos que P.,
esta misma, había estado una temporada demasiado larga para sus deseos en
paro, hasta que tras mucho buscarlo, por fin, consiguió su ansiado contrato con
vistas de ser prolongado. Tenía cincuenta y pocos años y había pasado por esa
experiencia angustiosa de incertidumbre laboral. Se planteó afanosamente cumplir con
sus obligaciones con sentido de la responsabilidad, algo por otro lado innato en cualquier
persona que se considere trabajadora, pero esta vez si cabe con un tanto más de
dedicación y concentración en ejercitarlo, por lo que el dolor en el pecho que
le apareció tan solo a los dos horas de estar en plena faena y a los escasos dos
días de empezar le preocupó, por su intensidad, que sobrellevaba con calmantes
que algún compañero le procuró, y por el disgusto de no poder resistirlo y
tener que pedir permiso para abandonar su puesto y acudir al médico. Se obligó
a sí mismo a soportarlo con esos calmantes cada poco que atenuaban un tanto su
malestar. Pasó un día horrible y cuando llegó a su casa a las ocho de la tarde,
desde las siete de la mañana en que salió de su casa y después de haber mal comido sin
apetito en el restaurante bar de cerca del trabajo. Se acostó incómodo,
dolorido y medio narcotizado por la abundante dosis de calmantes que había
ingerido. Pasó la noche entre sudores y algo más tranquilo, creyendo que la
atenuación de su dolor era el síntoma de la recuperación de no sabía que lo
podía estar pasando. Todo el mundo se muere por primera y ¡unica vez!
Amaneció, sonó el despertador que el escuchó entre su
pesadilla recurrente de paro indefinido; el sonido del aparato le pareció
música que le extrajo de su infierno soñado y que le llevaba a la vigilia de su
realidad, iría a trabajar por tercer día. Se auto reconoció y comprobó que
persistía el dolor aunque menos intenso excepto por alguna punzada algo más
aguda que le obligaban a medio doblarse mientras se vestía, aun así fue a
trabajar creyendo que cumpliría con su deber, el del compromiso de trabajo y el
de dar buena imagen de trabajador serio.
-¿Cómo voy a ausentarme? ¿Qué pensarían de mí los jefes, si
a los tres días ya empezaba a ejercitar el absentismo laboral? ¡No! ¡Debo de
cumplir! ¡Ya se me pasará!- pensó para sí, -además parece que voy mejor. Se tomó otro calmante.
Llegó la hora del almuerzo de media mañana y todos solían
sentarse en un pequeño cuarto del que disponía la empresa y que contenía de una
máquina de café de esas de capsulas, que cada uno debía de adquirirlas por su
cuenta. P. que todavía no se había encargado de comprar los suyos se vio
asaltado por la invitación de varios de sus compañeros. Él declinó y agradeció
la invitación excusándose en su malestar que empezaba a achacar, en su
desesperación, a problemas estomacales o de gases, como le habían contado hace
poco un amigo suyo, por lo que decidió salir a tomar el fresco por las
cercanías durante los escasos veinte
minutos que se podían dedicar al tentempié.
Dos días más tarde le estaban enterrando en el cementerio de
Carabanchel, después de haber sufrido un infarto de esos que dicen que si se
cogen a tiempo se pueden controlar. Le encontraron caído en una cuneta cercana a
la puerta de entrada de su empresa, en la que trabajaba...
Rafael Cuevas
Pd. Basada en hechos reales.
¿Porque será que me creo la historia?
ResponderEliminarCada día esta más lejano aquella máxima…de trabajar para vivir, pasando a ser, vivir para trabajar.
Creétela por que es verdad
ResponderEliminarLa muerte de este hombre, no su sufrimiento, me deja una reflexión un poco dura pero realista y basándome en tu relato el miedo, es el peor jefe de todos, sometidos a él, somos capaces de confundir a una oveja por un lobo. Esta historia por un lado me entristece y por el otro me carga de impotencia porque estamos continuamente recibiendo presiones y tal vez no de una forma individual pero capaces de alimentar nuestros peores temores y a la vez no me parece por ello un hecho real, este hombre ha vivido el temor de otros, lo han matado los prejuicios porque al final no podemos saber ni siquiera qué hubiese sucedido siendo una urgencia médica como fue la suya...no crees que su jefe sintió impotencia y tristeza al enterarse? tu relato en realidad, esta historia solo refleja un culpable:el miedo, y encima, no se le puede juzgar.
ResponderEliminarUn texto estremecedor y pesarosamente real. Me pregunto si los responsables de los desmanes justificados, y no creados, por la crisis pagarán alguna vez sus culpas en algún Tribunal Internacional de La Haya, donde hasta ahora todos los reos son malos de países exóticos.
ResponderEliminarYo conozco otro caso real en mi profesión, hace menos de un mes, le paso lo mismo.
ResponderEliminarEsto no es literatura, es periodismo...